Se murió mi cantante favorito y no fui a verlo. Estaba estudiando y el dinero apenas alcanzaba para la renta, la comida, el transporte y la escuela.
Mi familia se iba de vacaciones y yo no podía acompañarlos: trabajaba todo el tiempo y, otra vez, apenas alcanzaba.
Dejé de comprar libros y cómics, de cuidar mi ropa, mi salud, mis gustos. Me decía a mí mismo que había cosas más importantes: la casa, la comida, los hijos, el deber.
Pasaron quince años con el mismo auto. No lo cambiaba porque antes estaban las colegiaturas, los gastos del hogar y las salidas del fin de semana “para que la madre fuera feliz”.
Se murieron varios de mis cantantes favoritos y tampoco fui a verlos. Me quedé solo con mis hijos, estudiaba una segunda carrera y me convencía de que no debía gastar en mí: “hay tantas necesidades por cubrir…”
Hasta que un día se murió otro más, y entendí que el siguiente podía ser yo.
Que la vida se me estaba yendo sin disfrutarla.
Recordé a Borges: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no he sido feliz.”
Sin vacaciones, sin conciertos, sin libros, sin ropa nueva, sin chequeos médicos. Solo responsabilidades y cansancio.
Hasta que en terapia sané la ruptura, curé las heridas de la infancia y reconstruí mi amor propio.
Aprendí que no era egoísta pensar en mí: era una forma de volver a elegirme, de amarme también como a mis hijos.
Entonces llegaron las vacaciones, los conciertos, los libros, la ropa, el auto y hasta el seguro de gastos médicos: señales de una vida que por fin me incluía.
Las responsabilidades seguían ahí, pero ya no ocupaban todo el espacio.
Porque comprendí que vivir en carencia no es una virtud, sino una forma de castigo aprendida.
Que amar a otros no significa olvidarse de uno,
y que la vida no premia al que se sacrifica siempre, sino al que se permite vivirla.
Germán Renko
Psicólogo y terapeuta de pareja.
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