Alejandro Gil no es un chivo expiatorio.
Como tampoco lo fue Ochoa.
Ni Camilo Cienfuegos.
Los tres eran tremendos hijos de puta, agarrados al poder y sirviéndole al engendro mayor de Fidel Castro. Siempre recuerdo que Camilo Cienfuegos lo único positivo que tenía era la cajetilla salida todo el tiempo y un sombrerón. Dejemos de romantizar a todos esos apestosos.
En 1959, apoyó firmemente los fusilamientos en Santiago de Cuba y en La Cabaña. Y cuando se realizó el juego de pelota con el equipo de los Barbudos, dijo que ni en la pelota él iría contra Fidel. Fueron sus palabras, no las mías.
Ochoa robó, gozó, recholateó y vivió a sus anchas a costa de sus misiones bélicas y su prestigio entre las tropas, pero de tanto frenesí entre dólares y poder se le olvidó que con el esperpento de Castro no había perdón, y ese fue su final.
Si la DEA no hubiera descubierto la conexión entre Colombia, Panamá (con Noriega) y Cuba, Ochoa habría seguido traficando y jodiendo, aunque indirectamente, a mucha gente que consumiría esos narcóticos.
Gil fue otro perro sabueso del régimen que, igualmente, no supo saltar del barco a tiempo, como tampoco lo pudieron hacer Felipe Pérez Roque y Carlos Lage. Compasión cero. Que se jodan todos y se unan en el infierno con su querido coma-andante en jefe.