En este país se está permitiendo al fascista gritar, marchar, insultar, imponer miedo y sentirse protegido por las mismas libertades que desprecia. Puede vivir cómodo en una sociedad que él jamás respetaría si estuviera en su mano gobernarla. El fascista se alimenta de la libertad ajena, pero no la devuelve. Solo la consume.
Por eso es tan fácil ser fascista en un país libre.
Lo difícil viene cuando el fascismo avanza.
Cuando la libertad se reduce al silencio.
Cuando discrepar es sospechoso.
Cuando pensar es riesgo.
Cuando callarte empieza a parecer prudente.
Ahí se entiende, tarde muchas veces, que la libertad no es solo un derecho: es una responsabilidad colectiva.
No sobrevive sin quienes la sostienen incluso cuando no es cómodo ni popular.
La libertad no se agradece cuando se tiene.
Se llora cuando se pierde.
Y algunos, mientras tanto, habrán descubierto que no era broma:
ser fascista en un país fascista tampoco te hace libre.
Solo te hace cómplice.