🌿 La historia de Fuente Clara.
Había una vez una niña
nacida junto a un arroyo que cantaba.
Su padre, al mirarla por primera vez,
dijo que sus ojos tenían la transparencia del agua,
y por eso la llamó Fuente Clara.
Desde pequeña parecía escuchar la música del mundo:
reía con las hojas,
hablaba con los animales,
y al ver a un niño triste,
le prestaba su alegría como si fuera una flor.
Creció con la vocación de sanar lo invisible.
Se hizo maestra,
no de letras solamente,
sino del amor más puro.
En su aula, los niños con necesidades especiales
no eran distintos:
eran estrellas que ella sabía hacer brillar.
Les enseñaba con canciones,
con abrazos que decían más que las palabras.
“Cada niño tiene su propia melodía”,
solía decir,
“solo hay que escucharla con el corazón”.
Y así pasaron los dias,
hasta aquel instante en que el destino, cruel y ciego,
la sorprendió en la carretera.
Mulos sueltos cruzaron el camino,
y el silencio cayó como un trueno.
El padre corrió,
llamó su nombre mil veces,
pero la Fuente se había vuelto río,
río que huía hacia el cielo.
Sin embargo, su historia no terminó allí.
Su cuerpo, generoso hasta el último aliento,
se abrió como un milagro de amor:
donó su vida a otros cuerpos,
sus órganos, sus huesos, su esperanza.
De su partida nacieron otros amaneceres.
Niños volvieron a reír,
corazones volvieron a latir,
y el mundo respiró gracias a ella.
El padre, en su dolor, comprendió:
que su hija no se había ido,
solo se había derramado en muchos lugares.
La sintió en el viento,
en el temblor del agua,
en los ojos de los niños que ella amó.
Hoy, cuando cae la tarde,
él mira al cielo y susurra:
“Mi Fuente Clara,
tu amor no se ha secado.
Fluyes aún, hija mía,
como el río que no termina nunca.”
Y jura que cuando llegue su hora,
seguirá el murmullo de su risa
hasta encontrarse con ella otra vez,
donde las almas que aman sin medida
vuelven a abrazarse
para siempre.