Que un varón se autoperciba como mujer abre debates. Y en una democracia que es un régimen de la palabra, los debates se sostienen, se piensan, se responden. Ahora bien, no todo está sujeto a discusión eterna. Hay cosas que ya se debatieron, se ganaron y se consolidaron: el voto de las mujeres, la paridad, la condición de sujeto y la ciudadanía femenina. Eso ya no se discute. Se respeta.
La ciudadanía de las mujeres no fue una concesión piadosa ni un hallazgo progresista de última hora. Fue el resultado de tres siglos de lucha racional y política, donde hubo que decir lo más obvio: que las mujeres también son humanas, también tienen razón, también tienen derechos. Nombrarlas fue hacerlas existir políticamente. Porque como dijo Celia Amorós con su lucidez: fue necesario y es necesario, "conceptualizar para politizar".
Durante siglos, la individuación es decir, ser reconocidas como personas y no como apéndices del varón, fue negada sistemáticamente a todas las mujeres. Lo denunció Wollstonecraft ante Rousseau, lo dijo Astell frente a Locke, lo sistematizó Beauvoir: la mujer no era ni moral, ni jurídica, ni políticamente existente. Era un silencio impuesto, como todavía existe en ciertas sociedades. Una sombra.
Así que no: ese lugar de “ELLAS” abogadas, médicas, ministras, juezas, maestras, filósofas, etc. no es decorativo, ni ornamental, ni prestado. Es el resultado de una genealogía de lucha que permitió que las mujeres ocuparan el espacio público y democrático como categoría política, no como adorno, ni como excepción benevolente. A las mujeres no se les ha regalado nada. Todo ha sido conquistado. Todo ha sido arrebatado legítimamente, a pulso, con razón y con resistencia. Ese lugar es suyo. Y no está en alquiler. Ni se presta.
Por eso, y lo digo con todo el respeto que se le debe a cualquier persona, que un varón, por muy diverso que sea, exija ser tratado en femenino, no es un gesto inocente. Es ocupar un lugar que nunca le fue negado. Es hablar desde la universalidad y pretender ser minoría. ¿Eso es inclusión? No. Es suplantación política.
Y no nos hagamos los sorprendidos: los griegos ya decían que la mujer ideal era un varón bien educado. Hoy lo mismo se repite, pero con hashtags y pronombres: disfrazamos de “diversidad” un viejo movimiento patriarcal, desplazar a las mujeres, y lo envolvemos en el celofán del sentimentalismo identitario.
Yo defiendo la igualdad. Pero no comparto la idea de que todo puede ser “mujer”. Porque si todo puede ser mujer, entonces nada lo es. Y lo que fue construido como categoría política se diluye en una subjetividad sin cuerpo ni historia. La genealogía se borra, el sujeto se disuelve y la lucha feminista queda convertida en una metáfora estética.
Ningún ser humano es un sentimiento, ni un deseo pasajero. Somos sujetos políticos, con exclusión documentada en los cuerpos y lucha acumulada según el tipo de opresión/discriminación vivida. Pero, no hay opresión más antigua, persistente y universal que la ejercida sobre las mujeres y las niñas por razón de su sexo. Las mujeres y las niñas han padecido la más estructural de todas las subordinaciones: la que se impone por haber nacido mujeres.
No lo olviden. Por eso insisto: la mujer no es un sentimiento. Las mujeres existen. Y son, además, una categoría política con memoria, con cuerpo y con lucha.
A la mitad de la humanidad le debemos el máximo respeto. Y a todo lo demás, que busque, como corresponde, sus propios y legítimos espacios de visibilidad, lucha y resistencia, sin ocupar el que no le pertenece.