No se habla mucho de lo que le ocurrió a Baltasar Garzón, "menuda historia de nuestro estado de derecho".
En 2012, el Tribunal Supremo lo condenó por prevaricación, alegando que había autorizado escuchas ilegales entre abogados y acusados en el caso Gürtel.
La condena fue rápida, implacable y ejemplarizante: 11 años de inhabilitación. Pero desde el primer momento, numerosos juristas y observadores —nacionales e internacionales— denunciaron la desproporción del castigo.
¿La ironía? Otros jueces habían autorizado medidas similares en circunstancias parecidas, sin consecuencias penales.
Pero Garzón no era cualquier juez: estaba tocando los nervios del poder, la Gürtel y los crímenes del franquismo. Y eso, en el ecosistema institucional español, se paga.
¿Quiénes lo denunciaron… y por qué?
Los impulsores de las causas contra Garzón no eran precisamente paladines de la legalidad:
El pseudosindicato Manos Limpias, conocido por sus causas ideológicas y campañas de acoso judicial.
Las defensas de los imputados de Gürtel, interesados en apartar a quien les estaba estrechando el cerco.
Es decir, actores con un interés directo en descarrilar la instrucción del mayor escándalo de corrupción política de la democracia reciente.
Y lo lograron. El juicio se resolvió con una rapidez inusitada en el Supremo y la condena fue unánime, a pesar de que se trataba de un asunto jurídico discutido, sin consenso doctrinal claro.
Sin votos particulares, sin matices, sin garantías. El mensaje era cristalino: quien se atreva a investigar al poder, que se prepare para caer solo.
A diferencia de otros casos en los que el Consejo General del Poder Judicial sale en defensa del prestigio de la magistratura, en el caso Garzón no hubo ni mediación, ni respaldo, ni explicaciones institucionales.
Al contrario: fue apartado de su plaza y dejado a merced del proceso, sin red de protección corporativa.
El resultado fue un mensaje disuasorio dirigido al conjunto de la carrera judicial: si osáis levantar alfombras, os quedaréis solos.
Un efecto típicamente disciplinador del lawfare, que no castiga solo al individuo, sino que genera un miedo colectivo funcional al statu quo.
En agosto de 2021, el Comité de Derechos Humanos de la ONU emitió un dictamen demoledor:
Concluyó que el juicio a Garzón por las escuchas fue arbitrario, sin garantías, y que vulneró principios esenciales de independencia e imparcialidad judicial.
Afirmó que su actuación no constituía una conducta delictiva grave, sino una interpretación jurídica plausible, similar a la adoptada por otros jueces y avalada por el Ministerio Fiscal en casos comparables.
Calificó la sentencia de “imprevisible”, ya que el tipo penal aplicado (art. 446 del Código Penal) no definía con claridad qué garzón podía estar realizando prevaricación.
Denunció que el Supremo actuara como primera y única instancia, lo que vulneró el derecho a recurrir ante un tribunal superior, consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP).
El Comité de la ONU instó a España a:
Anular la condena y eliminar los antecedentes penales.
Ofrecer compensación económica y reparación integral.
Adoptar medidas estructurales para prevenir nuevas violaciones judiciales.
Publicar y difundir el dictamen, incluso en el Boletín Oficial del Estado, como gesto de transparencia democrática.
¿Resultado? Ninguna acción efectiva. Más de cuatro años después, el Estado español sigue sin cumplir las recomendaciones. El mecanismo de seguimiento de la ONU ha denunciado este incumplimiento como una falta grave a sus obligaciones internacionales.
Y mientras tanto, ¿qué fue de la Gürtel?
Para el Partido Popular, una condena “a título lucrativo” por 200.000 euros.
Sólo Luis Bárcenas, el extesorero, distrajo y no los echaron de menos en Génova 50 millones de euros en cuentas suizas.
Imaginaos la magnitud del choriceo.
Para el Juez que los investigaba Baltasar Garzón, 11 años de inhabilitación, y aquí paz y después gloria.
Estado de derecho, dicen, y "hay que confiar en la justicia".