Un viernes cualquiera.
13 de noviembre de 2015.
Habíamos cenado pizzas congeladas, la especialidad de la casa. Mi marido leía, yo jugaba al Scrabble en línea, la radio sonaba con música suave. Afuera, las luces del Xᵉ arrondissement mantenían su ritmo tranquilo, las voces lejanas de las terrazas, los motores que se apagaban en los cruces, el rumor de un viernes más.
Sobre las 21h30 empezaron las sirenas. Primero una, luego varias, después una cadena sin fin. Ambulancias, bomberos, policía, gritos y mucha agitación.
El teléfono sonó. Era mi amiga, la madre de F, que dormía en casa esa noche. Su voz venía agitada. Su hijo estaba a salvo, con amigos fuera del Stade de France, a pocos metros de un kamikaze que acababa de hacerse explotar. Su marido, policía, le había dicho que no se moviera de casa, que verificara que la hija estaba bien. No salgáis, están atacando París, dijo.
Me asomé al balcón con miedo, sin atreverme a sacar del todo la cabeza. El cuerpo me temblaba. Quería ver la calle, confirmar que seguía existiendo, pero tenía la sensación absurda de que si alguien me veía podría dispararme.
El teléfono vibraba sin descanso, el WhatsApp estallaba de mensajes. "Je vais bien", "je suis vivante", "tout va bien" se repetían una y otra vez. Había que tranquilizar a la familia, a los amigos, a los vecinos y a cualquiera que necesitara oír que todos seguíamos vivos.
Las niñas bajaron al salón, la pequeña lloraba, las mayores miraban los mensajes de los teléfonos, asustadas. Seguimos la radio y las páginas de noticias al mismo tiempo. Los locutores hablaban atropelladamente, la información llegaba fragmentada, cada vez más grave. Se mencionaba el Bataclan, al principio con confusión, luego con horror. Habia rehenes, disparos y muertos. A varios cientos de metros. Demasiado cerca.
La noche se volvió un solo sonido de sirenas y helicópteros. Nadie sabía cuántos eran ni dónde estaban. La policía pidió a todos que permanecieramos dentro. París estaba sitiada.
Alrededor de medianoche llegaron las primeras confirmaciones. Los comandos habían atacado simultáneamente en varios lugares. En el Bataclan habían matado a decenas de personas, el operativo seguía en marcha. En las terrazas, los cuerpos seguían en el suelo, bajo mantas. Era una carnicería.
No dormimos. Mandamos a las niñas a la cama, pero venían de vez en cuando para intentar saber más. Nosotros nos quedamos en el salón, esperando noticias, intentando mantener la calma.
Los locutores repetían cifras, nombres de calles, hipótesis. A ratos, silencio total, después otra oleada de sirenas. Nadie sabía si había terminado.
Por la mañana salimos a llevar a F y a L a sus casas. Fuimos en coche aunque vivían al lado, por precaución. Los cristales rotos brillaban en los bordes de las aceras. En los adoquines, manchas rojas que aún no se habían secado.
Era irreal, como caminar dentro de un sueño malo. No podía ser. Otra vez.
Tras los atentados de Charlie ya conocíamos el miedo que se instala en el cuerpo. En enero habían asesinado a los dibujantes también cerca de casa y a clientes del Hyper Cacher, dos barrios más lejos.
Pensábamos que eso no se repetiría, que el azar nos había rozado una vez. Pero el azar volvió al mismo barrio.
Los días siguientes fueron una enumeración lenta y atroz. Iban apareciendo los nombres. V, la madre de una amiga de mi hija, asesinada a tiros de arma automática en la terraza de La Belle Équipe. E, hija de unos amigos, asesinada a tiros de arma automática en el Bataclan.
Cada nombre era una herida nueva. Se reconocían rostros en las portadas, lugares familiares en las imágenes. Los cafés donde habíamos reído tantas veces eran ahora escenarios de horror. El barrio se había convertido en un mapa de muertos.
La vida volvió, pero el recuerdo no se va. Cada vez que paso delante de cada uno de estos puntos de muerte pienso que podría haber sido yo, cualquiera de nosotros. O tú, si hubieras estado en París ese dia.
El terrorismo es una ruleta rusa sin lógica, una pulsión de odio puro que no persigue nada y lo destruye todo.
No libera a nadie, no sirve para nada. Solo fabrica infiernos, cuerpos destrozados, ciudades heridas y generaciones marcadas por el miedo. Pretenden imponer una idea y solo logran mostrar cobardía y fanatismo. No hay ninguna grandeza en matar civiles, ninguna, solo hay podredumbre, fracaso y vergüenza.
Ha pasado una década y el espanto se ha convertido en tema de debate, en materia de tesis o de tertulia. Matar civiles ya no parece tan grave si se puede encajar dentro de una causa. Se perdona todo cuando el asesino invoca un dios o una bandera. Han domesticado el horror, lo han hecho soportable .
Diez años después, incluso muchos de los que entonces lloraban para demostrar que aún tenían intacta su humanidad se han vuelto amigos de los amigos de los que lo organizaron. El hilo es tan visible que casi da pudor fingir no verlo.
Se fotografían con ellos, comparten consignas, justifican sus gestos, repiten sus palabras.
Han aprendido a convivir con la infamia como si fuera una posición política.
Creen que la memoria es un lujo, que el horror puede relativizarse si se reviste de causa.
Pero los que estuvimos aquí no olvidamos. Sabemos lo que pasa cuando el fanatismo se normaliza y la moral se acomoda. Nos lo enseñaron con armas automáticas.
El 13 de noviembre no es pasado, es una herida abierta.
Ni olvido ni perdón.
☮︎ Paris
Cada año los servicios antiterroristas franceses desmantelan complots. Unos pocos se anuncian, la mayoría se calla. La DGSI, la Subdirección Antiterrorista y los equipos de inteligencia viven en un presente paralelo, rastreando foros, transferencias y movimientos que nunca cesan.
Desde 2015, Francia funciona en una alerta permanente que ya no se nombra, con soldados patrullando, protocolos escolares, órdenes prefecturales que se actualizan discretamente y sin pausa.
El terrorismo muta, cambia de nombre y de bandera, pero la intención es la misma, atacar la vida común, los cafés, los conciertos, la idea misma de estar tranquilos. Cada complot frustrado recuerda que el peligro no se fue, solo cambió de forma.