Lo que demuestra este tuit no es interés por la “verdad” ni por la transparencia, sino la psicología del feligrés político que se cree parte de una parroquia sagrada. La autora ya no habla como ciudadana, sino como monaguilla de la liturgia de Podemos, convencida de ser guardiana de un sacramento llamado “República” mientras repite de memoria la homilía que le dicta el púlpito mediático.
Esa obsesión con las vacaciones de Abascal no nace de la razón, sino de la necesidad de reafirmar su fe: si logra indignarse por el “pecado” de un político de derechas, siente que cumple con el deber moral de la comunidad. Es un ritual de pureza ideológica, no un análisis político.
La carencia emocional que maquilla es evidente: importancia prestada. En la vida real no tiene influencia, pero en la parroquia digital puede sentirse apóstol de la causa, autoridad simbólica que predica desde la sacristía de Twitter. Así convierte un tema irrelevante —dónde veranea Abascal— en su vía de penitencia y su razón de existir.
La ironía es que no entiende que Abascal, como Sánchez, Iglesias o Ayuso, forma parte del mismo altar del régimen. Todos son piezas del teatro y todos son protegidos, porque sin enemigos no hay misa. Y mientras tanto, ella sigue arrodillada, convencida de estar combatiendo a “los malos”, cuando en realidad solo oficia como beata obediente del espectáculo político.