Llevo casi una década ejerciendo de profesor de Historia y no he coincidido jamás con un activista de derechas. En el departamento, en cambio, es habitual que se sucedan, año tras año, activistas de izquierdas (desde socialdemócratas a comunistas pasando por anarquistas de todo pelaje) que lo dejan claro desde el primer día desplegando una parafernalia pirotécnica de pulseras, camisetas y actitud guerrera de líder de masas estudiantiles.
Y es complicado. Es complicado porque hay que convivir con ellos durante meses, durante cursos enteros, y a menudo dejarles pasar proclamas y sandeces ideológicas para mantener el buen rollo y cierta paz en la sala de reuniones. Porque, además, es difícil no hablar de política en la mesa de nuestra especialidad y, sobre todo, es difícil no tratar sobre la actualidad en nuestra profesión... y eso genera muchas situaciones en las que quienes no somos de izquierdas a menudo sentimos la dolorosa punzada de la autocensura que, por supuesto, ellos no sienten, navegando como están al mando del timón y con viento favorable, porque hacen piña y se refuerzan unos a otros, porque el activismo les sirve como aglomerante y no como bola de demolición.
Quizá eso cambie algún día. Quizá esta penosa situación desaparezca cuando se extinga alguna de esas desdichadas generaciones de historiadores marxistas-leninistas que, permanentemente subidos a la pancarta durante sus años universitarios, han pretendido continuar coronando su calva con los laureles de su melenuda juventud, secuestrando a los estudiantes como público y claca. O quizá eso cambie cuando alguien, cuando algún valiente dispuesto a sacrificar la paz por la justicia y sustituir el corporativismo por el señalamiento, desate una tormenta que, sin duda, será terrible pero también higiénica y purificadora.