El 12 de abril de 1961, Yuri Gagarin se conviertio en el primer hombre en lograr llegar hasta el espacio.
Pero más allá del heroísmo técnico y científico, aquel vuelo simbolizó algo mucho más profundo: la demostración de que el socialismo —organizado colectivamente y no guiado por el lucro— podía alcanzar la vanguardia del desarrollo humano.
El logro tecnológico soviético no fue solo el resultado de la ingeniería, sino de una concepción del trabajo y la ciencia donde el progreso no se subordinaba al beneficio privado. En la URSS, la exploración espacial era una empresa nacional, un esfuerzo conjunto que condensaba la potencia del proyecto socialista: ciencia al servicio del pueblo, no al capital.
Ante esto, el mundo capitalista respondió no con humildad, sino con propaganda. La Guerra Fría no fue solo una contienda armamentista o tecnológica, sino una guerra por el sentido histórico. Marcada por el «softPower», a través de los medios, de la cultura popular y de una sistemática «leyenda negra» anticomunista, el bloque liberal burgués construyó la ilusión de que toda grandeza soviética era producto de la opresión, y todo fracaso propio, una consecuencia de la libertad.
El mito liberal convirtió la historia en una narrativa de redención capitalista, borrando los matices, los logros y los sueños de millones de trabajadores que creyeron posible otro modo de vivir.
El vuelo de Gagarin contradijo esa narrativa. Mostró que la planificación socialista, lejos de asfixiar el ingenio humano, podía liberarlo. Que la cooperación podía generar avances imposibles bajo la competencia ciega del mercado. Por eso su sonrisa —radiante y serena— se volvió un símbolo inmortal: el rostro de un pueblo que aún creía en sí mismo, antes de ser devorado por el cinismo neoliberal.
Hoy, cuando el capitalismo convierte incluso el espacio en un campo de especulación privada, esto es, conventirlo todo en acto y en potencia en mercancías.
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