⚔️A Filo y Arcabuz🔥
🪶Picotazo|
🐍 Entre el fuego y la calma
Sobre la mesa reposa la estilográfica junto a un café cortado medio llena la taza y de compañía un iQos mientras el sol cae oblicuo. Y así me dispongo a trasladar el negro sobre blanco sobre la siguiente disertación que les traigo en esta jornada dominical de noviembre, otoño de membrillos y castañas y algún que otro desliz con los picotazos del alma.
La soledad, ese animal salvaje que todos temen y casi nadie doma, es el único territorio donde el alma puede hablar sin tapabocas. Lo decía un alter ego —quien sabía del vértigo de vivir al margen del rebaño—: “¿Solidario? No. Solitario.”
Y tenía razón. Porque hay demasiada gente deseando salvar al mundo para no enfrentarse a sí misma frente a un espejo al alba. Se abrazan causas para no mirar el espejo. Se corre hacia los demás como quien huye de su propio desierto o como un guerrero visigodo con los ojos tapados.
El hombre y la mujer que han aprendido a estar solos, en cambio, no necesitan espectadores ni bufones que les amainen el temporal. No hacen ruido. Caminan con el paso firme de quien se pertenece y la seguridad del ser frente al estar. Es un ser peligroso, porque no compra afectos ni mendiga aplausos. Por eso el poder —sea político, religioso o sentimental— le teme. Nadie puede domesticar a quien se basta.
La soledad no es aislamiento, sino alquimia. Es el crisol donde el alma se templa y se reconoce. La multitud, en cambio, es el ruido donde uno se diluye hasta olvidar su nombre en un marco mental ajeno.
El avisador numantino escribió una vez que no hay que confundir el sexo con el amor ni la fidelidad con la costumbre. Qué sabia advertencia para este tiempo de vínculos líquidos y promesas en saldo de bazar chino. La pasión —esa fiebre de los sentidos— acaba siempre por quemar lo que toca. El amor, si es de verdad, no necesita exhibirse; basta con sostener una mirada en medio del naufragio.
Pero la confusión es nuestra religión moderna: llamamos amor al deseo, fidelidad al miedo, y libertad a la huida. El resultado es un mundo que ama sin alma, trabaja sin vocación y muere sin fe.
Hay una enseñanza oculta en ese viejo aforismo que dice: “Sostén todas las noches durante unos segundos tu mirada en el espejo.”
El espejo no juzga, pero tampoco perdona. Nos devuelve la verdad sin maquillaje. Es el tribunal más severo del mundo, y sin embargo, el único justo. Si cada hombre y mujer hiciera ese ejercicio antes de dormir —revisar su jornada, sus actos, sus cobardías—, tal vez habría menos indignados y más sabios, menos ruido y más silencio. Más literatura y menos librantín.
La muerte, decía el maestro, es el momento más importante de la vida.
Qué frase para enmarcar con sangre y oro. Pensar en la muerte no es morboso: es higiénico. Pone orden en las prioridades y decencia en el alma. El que no se reconcilia con ella vive en permanente fuga, como quien sabe que el cobrador vendrá y finge no oír el timbre.
En cambio, quien lleva la muerte de la mano —como quien lleva a una vieja amante con elegancia y respeto— aprende a no postergar los días. Cada amanecer es un cheque que puede caducar al mediodía.
Arriesga siempre, morir no importa.
La frase no invita al suicidio, sino a la vida auténtica. A apostar sin cálculo, a quemar los miedos en la hoguera del ahora. En una época donde todos quieren seguridad, el verdadero lujo es el riesgo. No el del mercado, sino el del espíritu: arriesgar el alma a decir lo que se piensa, amar a quien no conviene, escribir lo que nadie espera.
Esa es la aristocracia del ser: la valentía de ser fiel a uno mismo aunque el mundo se desgañite en lo contrario.
Por eso incomo tanto. Porque no se milita, no se afilia, no se disculpa. Hay que ser personas con brújula propia, de esas que parecen nacidos fuera del tiempo.
Y eso —ser intempestivo— es el mayor elogio que puede recibir un escritor. En tiempos donde todos buscan pertenecer, es preferible estar de paso, pero dejar huella. En lugar de encajar, elegir desentonar.
Hay que tener agallas para eso. Porque el precio de la libertad no se paga en dinero, sino en soledad.
El mundo moderno, mis queridos y amadísimas, nos promete un paraíso de vínculos y nos entrega una feria de máscaras. Por eso conviene releer a los que supieron caminar solos: Unamuno, Nietzsche, Cioran... Todos ellos comprendieron que la salvación no está en los demás, sino en el propio abismo.
Y quien aprende a mirar su abismo sin miedo acaba, curiosamente, siendo más humano que todos los que predican amor desde el miedo a quedarse solos.
La calma, entonces, no es ausencia de fuego.
Es el fuego bajo control. Sin humo ni artificios. Con el pedernal de la autenticidad.
La serenidad no es debilidad, sino poder que ha aprendido a contenerse. Y la soledad no es un vacío: es una plenitud sin testigos.
Vivir con esa consciencia —entre el fuego y la calma— es tal vez la única forma digna de estar en el mundo.
Así que sostén tu mirada esta noche frente al espejo querido lector y amadísima lectora ávida de aventuras.
Si el reflejo no te incomoda, algo estás haciendo mal.
Y si te duele, sonríe: significa que aún no te has traicionado del todo.