Déjenme contarles algo. Cada vez que Trump menciona a España, en cuestión de minutos tengo a diplomáticos y altos cargos españoles llamándome: quién ha preguntado, qué ha dicho, si habrá represalias. Siempre respondo.
Son los mismos que en marzo me mandaron el siguiente mensaje, que conservo: «Bueno ya sabes, para nosotros que nos de Trump es bueno, cuanto peor mejor».
La relación es tan mala y tan opaca que, cuando estalló el arancelazo, tuve yo que explicarles a ellos en Exteriores lo que estaba ocurriendo, porque no tenían ni datos. Con los planes de Gaza, lo mismo: llamadas desde Exteriores para ver si yo sabía más que ellos.
Y luego dicen que «nadie más pregunta». Esos funcionarios que me llaman a menudo deberían hablar con sus jefes y explicarles la verdad.
La mentira es doble: primero, porque no soy ni mucho menos el único que formula estas preguntas; segundo, porque lo que les molesta no es la pregunta, sino que quede en evidencia su falta de peso en Washington. Esto es una caza de brujas contra periodistas incómodos, impulsada por un gobierno que ha colonizado los medios públicos y presiona a los privados para silenciar a quien no controla.
Que un ministro de quinta, sin el menor respeto por las garantías constitucionales, pretenda desacreditar mi trabajo es, sinceramente, un honor. Y como muestra, ahí lo tienen: me tiene bloqueado, incapaz en sus cortas entendederas de sostener una sola réplica cuando se le enfrenta a hechos.