«Hasta que la muerte os separe… Y hasta que la muerte os reúna» piensa la anciana viuda al verse recibida por todos sus viejos maridos portando sus mejores galas y las flores que durante décadas han dejado ante sus tumbas. ¿Cómo escoger ahora entre este cortejo fúnebre?
Como cualquier otro espectro, el pueblo fantasma también tenía asuntos pendientes que le impedían descansar en paz. Por desgracia, ya nunca llegaría a ser una gran ciudad.
Vinieron las hadas a llevarse a nuestros niños y nos dejaron a cambio simulacros de humanos incapaces de sentir como tales, pero contaminados con la locura de lo feérico, con el sinsentido. En pocas generaciones, no quedaban más que impostores en el viejo mundo humano.
Las noches de luna llena, el hombre se convertía en lobo; las de luna nueva, el lobo se convertía en hombre en un amor a destiempo en el que ninguno de los dos terminaba de entender el mundo del otro.
Movidos por la codicia, los estúpidos vivos saqueaban la tumba cada pocas décadas, despertando cada vez a la momia de su letargo. La terrible maldición era verse por siempre privada del auténtico descanso eterno.
El monstruo se arrebujó bajo la cama, temiendo a los niños que pudieran venir, con los sueños rotos que traerían al crecer, las discusiones a gritos, los divorcios, los golpes… los monstruos al otro lado del colchón.
Bailaron al filo de la medianoche,
cuando danzan brujas y fantasmas.
Se deshicieron de ropa y piel,
de carne y vida,
con esa misma navaja entre los días,
hasta cabalgar la madrugada
cual ánimas en la gélida brisa.
Las calabazas ya estaban tan gordas que parecían a punto de reventar. Casi podía ver las bocas que iba a cortarles a cuchilladas. ¡Y esos tallos tan gruesos como un hombre! Qué pena que mi familia ya no estuviera aquí para verlas.
El fantasma era sólo los huecos que había dejado en las vidas de los demás. Una biografía de siluetas evanescentes, cada vez más pequeñas, abocadas a la inexistencia de la simple memoria.
Durante las noches más calurosas del verano, dormía bajo mantas de más, dejando que su peso lo abrazase, para que aunque lo ahogase el calor, no lo hiciese la soledad.
Arrasaron nuestros hogares hasta que no fuimos más que sangre entre sus restos.
Acallaron nuestras voces, pero permanecimos como ecos en las de quienes nos sobrevivieron.
Tras morir, se alojó dentro de él, embrujando su cuerpo, pero sin poseerlo.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Porque tu corazón es el único hogar que he conocido.
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Cada noche, los fantamas se colaban en sus cabezas y tomaban no más que unos instantes aquí y allá, de unos y otros, hasta robar minutos de vida de aquéllos para los que no eran más que sueño.
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Cuando lo arrojaron a la fosa al final del cementerio, sus huesos se enredaron con los de tantos otros; su fantasma también. Su condena era ver lo más íntimo de su alma perdido en las de otros, hasta no saber en muerte quién era, igual que no lo había sabido en vida.
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En la muerte, tus caricias me duelen, un amor que atraviesa mi carne inexistente con tus dedos de piel. Lo que debería ser el gozo de reencuentro es en cambio angustia de lo imposible.
Tus dedos son al tiempo el calor de la vida y el ardor de lo perdido.
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Cuando acudió a mí, tenía las cicatrices del accidente aún sangrantes en la piel, amén de otras que nunca le había visto en vida; las que se autoinfligió y los surcos de todas las lágrimas que había llorado en sus cortos años. Empecé a pensar que no había sido un accidente.
Microctubre Día 27: El dolor físico ha empezado a dejar cicatrices físicas en la gente.
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Cuando las estrellas se apagaron y llegó la muerte térmica del universo, ellos permanecieron allí, como ecos de vidas desaparecidas hacía miles de millones de años en el fantasma de un universo muerto, los últimos recuerdos de la vida en medio de la inexistencia.
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Al final de la vida, había una puerta, la muerte, que era inevitable para todos.
Y aún más allá, había una segunda puerta, que sólo atravesaban aquéllos que encontraban la paz consigo mismos, con sus vidas. El fin de todo recuerdo y existencia. La paz, quizás.
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Desde que se mudó, la anciana llamaba una vez por semana preguntando por los viejos inquilinos.
Pese a que la casa salió ardiendo hace meses y ya nadie vive ahí, él sigue respondiendo para que no se sienta sola.
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Desde el accidente, sintió una presencia siempre junto a él. En su lecho de muerte, al ver la luzpor primera vez, encontró a su gemelo a su lado.
—No me digas que has sido capaz de esperarme.
—No quería quedarme solo, ni que tú tampoco lo hicieras.
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