Cuentan que un alma, recién llegada al umbral del Cielo, cruzó ávida las puertas nacaradas donde el resplandor de la Gloria Divina danza con los colores del amanecer eterno. Su corazón, aún impactado por su despedida terrena, ardía con un deseo singular, una anhelo que brotaba como un río incontenible: quería postrarse ante el ángel que, en la noche más oscura de la historia, había podido consolar al mismísimo Hijo de Dios en el Huerto de los Olivos. Esta alma recién llegada, quería ver a ese ángel que, con manos de luz y susurros de misericordia, había enjugado las lágrimas de sangre del mismísimo Jesús, sosteniendo su sagrado corazón en la víspera de su sacrificio.
San Pedro, guardián de las llaves celestiales, un poco sorprendido por la petición, señaló hacia un rincón del firmamento donde un tumulto de almas y serafines se arremolinaba, como pétalos danzando en un viento de alabanzas. “Allí lo hallarás”, dijo y su voz resonó como el tañir de campanas que guía a los peregrinos. Entonces, el alma, envuelta en un manto de asombro y reverencia, se abrió paso entre la muchedumbre celestial, donde los coros angélicos entonaban himnos que parecían tejer mantos de amor divino. El aire vibraba con fragancias de mirra y jazmín y, cada paso la acercaba más a la imponente figura que brillaba con una luz serena, como un faro en un atardecer de verano frente al mar.
De cara al ángel, cuya presencia le inspiraba ternura infinita, el alma tembló de emoción. Sus ojos se encontraron con los del celestial, y con un hilo de voz tímido pero cargado de la curiosidad que había ardido en su pecho durante toda su existencia terrena, formuló la pregunta que la había perseguido como una sombra:
- “Tú, que abrazaste a Nuestro Señor Jesús en la hora de su angustia, cuando Getsemaní se oscureció de dolor y soledad, cuando su preciosa humanidad gemía bajo el peso de la cruz que aún no cargaba… ¿qué palabras, qué susurro divino, qué consuelo pudiste ofrecerle para aliviar el tormento que lo consumía? ¿Cómo lograste apaciguar el océano de su sufrimiento y darle fuerza para enfrentar lo que vendría?”
El ángel, con una mirada que atravesaba el alma como un rayo de sol que acaricia las profundidades de un bosque, se inclinó ligeramente y su rostro se iluminó con un amor tan vasto que parecía contener el amor del universo entero. Sus alas, tejidas de hilos de aurora, vibraron suavemente y su voz, como un arroyo que fluye sobre piedras pulidas, pronunció cuatro palabras que resonaron con la cadencia de un poema eterno:
-“Le hablé de ti.”
El alma, suspendida en un instante que parecía detener el latir del tiempo, sintió que el Cielo entero contenía el aliento. Y el ángel, con una ternura que desarmaba toda duda, añadió: “Tenlo siempre presente: Jesucristo, en su amor inconmensurable, lo hizo todo por ti.”
Adaptación: Mar Mounier