Lo que le espera a Nueva York
Zohran Mamdani llega a la alcaldía de Nueva York como símbolo de una nueva era. Es joven, musulmán, socialista y carismático.
Pero lo que se presenta como una esperanza es, en realidad, el prólogo de una decadencia anunciada. La historia reciente de otras ciudades ya escribió el guión.
Nueva York no es un ayuntamiento más, es el centro financiero del mundo. Su PIB supera los 2,3 billones de dólares, pero el poder político local apenas controla una fracción mínima de esa riqueza.
El 1% más rico concentra el 44% de los ingresos y puede mover su capital fuera de la ciudad en cuestión de horas. Quien crea que desde el consistorio puede hacer pagar a los ricos no entiende cómo funciona el siglo XXI.
El nuevo alcalde promete congelar alquileres y aumentar impuestos a los más acaudalados. Suena bien, pero más bien es humo.
En Manhattan, el alquiler medio supera los 4.000 dólares mensuales, en Brooklyn roza los 3200, y más de 80.000 personas viven sin hogar pese a los 4.000 millones de dólares que el Ayuntamiento gasta cada año en programas sociales.
Nueva York no tiene un problema de moral, sino de estructura, con especulación, deuda, coste energético y colapso burocrático. Y Mamdani no parece dispuesto a enfrentarse a nada de eso.
El modelo que inspira su programa ya fracasó en otros lugares.
En San Francisco, la ciudad más progresista de América, los buenos sentimientos se convirtieron en ruina. El precio medio de la vivienda supera el millón de dólares, los robos crecieron un 30%, el 40% de las oficinas del centro siguen vacías y empresas como Tesla, Twitter y Oracle se marcharon.
Las calles están tomadas por la indigencia y el consumo abierto de drogas, mientras el discurso oficial insiste en la inclusión.
En Barcelona, otro ejemplo de socialismo urbano, los alquileres subieron un 40% durante el gobierno que prometió bajarlos. La ciudad se vació de vecinos, la inseguridad aumentó y la burocracia creció sin freno. Lo que se presentó como una revolución ciudadana acabó siendo una industria de excusas morales.
Nueva York va por el mismo camino. Su nuevo alcalde gobierna una metrópoli cuyo tejido económico depende de bancos, fondos inmobiliarios y tecnológicas globales.
Ninguna de esas fuerzas responde ante el voto popular. Si Mamdani cumple sus promesas, ahuyentará inversión y clase media. Si no las cumple, defraudará a sus votantes. En ambos casos, la ciudad perderá.
El progresismo urbano no es una alternativa al capitalismo, es su fase decorativa. Convierte la desigualdad en discurso, la compasión en política y la impotencia en virtud.
Mientras se habla de justicia, se multiplica la dependencia. Mientras invoca a la igualdad, se destruyen los incentivos que la hacen posible.
Nueva York, que ya conoce todas las utopías y todos los colapsos, debería prepararse para una década de declive silencioso, con menos empresas, menos empleo real, más deuda y más retórica.
El nuevo alcalde no va a redistribuir riqueza, va a redistribuir frustración.
Porque al final, el poder no lo tienen quienes prometen redención, sino quienes controlan el precio del suelo, la energía y el crédito. Y esos no se sientan en el Ayuntamiento.
Lo que le espera a Nueva York no es una revolución. Es una penitencia moral administrada con sonrisa progresista.