El tiempo no avisa.
Un día te despiertas y descubres que aquella canción ya es de hace diez años, que la ropa que tanto usabas duerme en un cajón y que las personas que creías eternas solo aparecen en fotos antiguas. Todo se mueve deprisa, como si alguien estuviera girando las páginas demasiado rápido.
Y ahí está la lección: no puedes detenerlo, pero sí elegir cómo vivirlo.
Quedarte un rato más en la mesa aunque el café se haya enfriado. Reírte tan fuerte que duela la barriga. Decir “te quiero” sin miedo al silencio de después. Guardar los mensajes bonitos y no las excusas.
La vida real —la emocionante— no está en los grandes logros que colgamos en redes, sino en los detalles que casi nadie presume: en la mano que te aprieta fuerte cuando tienes miedo, en la llamada inesperada que cambia un día entero, en esa mirada que vale más que cualquier discurso.
El tiempo pasará igual.
Lo único que puedes hacer es llenarlo de momentos que, cuando mires atrás, te hagan sonreír aunque ya no estés allí.