Cruzó América con una guitarra y un propósito. A sus 78 años, Silvio Rodríguez no llegaba como nostalgia, llegaba como presencia necesaria. En cada ciudad, el fenómeno se repetía; teatros que agotaban sus localidades, plazas que se transformaban en coro colectivo. Lo notable y trascendente, quizás no era que un septuagenario llenara escenarios, sino que su mensaje siguiera encontrando eco en generaciones que no habían nacido cuando escribió sus primeras canciones.
Los críticos lo señalan con el dedo fácil. Hablan de su postura política como si fuera un delito, como si un artista debiera ser transparente y simple como un vidrio. Pero Silvio es más bien como la madera; con vetas, nudos, historias grabadas en su fibra. El mismo hombre que es cuestionado en foros internacionales es el que lleva décadas cantando en prisiones cubanas, en barrios marginados, en espacios donde la fama no suele entrar.
Su poder reside precisamente en lo incómodo que resulta para todos. No es un juglar que canta lo que el público quiere escuchar; es un testigo que dice lo que cree necesario. Su voz interpela. Duele a veces, sana otras, pero nunca deja indiferente. Quienes lo atacan con saña quizás temen más a la coherencia que representa que a sus ideas concretas.
Hay hombres que se convierten en sus obras. Silvio ya no es solo un cantautor, es un territorio afectivo, un espacio sonoro donde millones encuentran refugio y pregunta.
Ha bajodo el telón, por el momento, pero quedó lo esencial; un hombre que eligió ser fiel a su conciencia, y cuyas canciones siguen caminando por el mundo, libres y necesarias como el aire. Gracias Silvio, por contribuir con tu arte a que esta isla pequeña se haga sentir por el mundo