De tanto irnos, terminamos llegando a todas partes.
La migración venezolana, esa diáspora de corazones repartidos por el planeta, ha sido, sin proponérselo, el más eficaz embajador de nuestra cultura. En menos de una década hicimos lo que en doscientos años no se logró: llevar el alma de Venezuela a los cinco continentes. Hoy, la arepa reina pepiada se codea con la baguette, los tequeños se sirven junto al sushi, y el papelón con limón refresca las mesas donde antes solo reinaba la Coca-Cola. Y junto a ellos, nuestras palabras: “el chamo”, “el pana”, “la vaina”, se abren paso, traviesas y musicales, como si fueran banderas ondeando en cada esquina del mundo.
Sí, han querido reducirnos a los estigmas: al laboratorio del Tren de Aragua, al cartel de los Soles, a la caricatura de un país de delincuentes y fugitivos. Pero el venezolano, como bien decía Cipriano Castro, es cuero seco: lo pisan por un lado y se levanta por el otro. Nos doblan, pero no nos quiebran. Nos niegan, pero nos multiplicamos.
Ahí está esa niña, y con ella miles, hija de padres que un día partieron con el corazón lleno de nostalgia y las manos vacías, bailando joropo en un gimnasio de Minnesota. Y los gringos, incrédulos, aplauden emocionados. Porque no están viendo un baile: están viendo a un país entero que se niega a morirse. Están viendo a Venezuela hecha música, fuerza y esperanza.
Nuestros migrantes son eso: testigos incansables del país posible. Tocan puertas por el mundo como misioneros de una fe llamada Venezuela. Y aunque el viaje ha sido duro, aunque el dolor ha sido largo, también lo fue la independencia. Y aun así, con sangre, sudor y sueños, se fundó una patria.
Hoy el mundo conoce a Venezuela más que nunca (para bien o para mal), pero la conoce. Y esa presencia, esa huella que no se borra, nos anuncia que seguimos vivos, que seguimos andando, que seguimos latiendo.
Porque el venezolano, al final, siempre será cuero seco: lo pisan, y se levanta.
El video pertenece a Rodger Jiménez.