El gobierno de Sánchez se ha destapado como una banda de saqueadores con voluntad de imperio y reproduce, como tal, todos los vicios de las viejas dictaduras. La identificación del partido con el líder alcanza su corolario en la identificación del líder con el país, y Sánchez a diario nos da a entender que la dignidad de nuestras vidas está conectada y es inseparable de su permanencia en el poder. Su resistencia numantina en el trono de un palacio que se cae a pedazos es, para él, un gesto de responsabilidad hacia el país, de ahí que le doliera tanto cuando Gabriel Rufián le dio el pellizco aquel en el Congreso: "La izquierda no roba", le advirtió el líder secesionista de ERC.
Pedro Sánchez se siente protagonista de una misión, de un plan cuyo objetivo último se encuentra en los medios para alcanzarlo: su propia supervivencia. El que entró salvador y salió victimizado en Paiporta, el que supeditó la ayuda pública a la verbalización de la necesidad de ser ayudado, encara su propia DANA interna con el barro de la corrupción llegándole a los omóplatos y sintiendo que su capacidad de mantenerse a flote es una demostración de la fortaleza del país, un gesto heroico de resiliencia que pasa por alto que ese fango sobre el que flota es su propia inmundicia desbordada. Y que el desbordamiento nos alcanza a todos.
El espejismo de grandeza en el que se pretende perpetuar el gobierno lo sostiene una maquinaria de propaganda mediática que reescribe la realidad a conveniencia del líder y que no esquiva el maquillaje para presentarse con mayor naturalidad, para demostrarse más humano. Pero el hedor a podredumbre se escapa de las rendijas del búnker en el que Sánchez se ha atrincherado, un búnker que muchos creen que se llama PSOE pero que en realidad se llama España, donde el aire viciado de la corrupción asfixia la esperanza de un país que merece, a pesar de los votantes, respirar libre de socialismo.